Eso que de repente allá se asoma
como pan llevar para el fiero
hambre,
y acercándose ahora ricamente
por la senda invisible
de la suerte,
entre anuncios del viento tal si fuera
la
cosa sin par del sublunar orbe,
que ese bien codiciado
no
sea causa, no,
de intempestivos males
en el curso mortal e
inalterable
del grato al triste tiempo con porfía,
y de
nuevo no deje
en escombros la refacción divina,
acarreando
a otro feliz punto
los vitales espíritus,
y como eriazo
campo todo yazga.
Pues necesario el prevenido seso,
ante la vida suave que veloz
en ruda
cambia sin razón alguna,
porque luego de hartarse de las
mieles,
qué de bultos ferrosos sobre el alma,
en todo sitio
y cada rato atroces,
como la reiterada
victoria de los
males
contra los dulces bienes,
que son corderos bajo la
mirada
de aquel halcón feroz de cetrería,
y el contento al
tinal
desocupando el ánimo encubierto
no bajo el vellón de
quietud tupido,
mas por el puerco espín
cebado por los daños
y ceñudo.
Así en el orbe tras el día viene
la sombra impenetrable de la noche,
ocultando las luces naturales
cuán deshauciadamente por
ensalmo,
como un tenue relumbre sojuzgado
en la boca de lobo
de los antros,
tal hecho semejante,
tras el voraz deleite,
aunque muy breve fuera,
cuando el dolor retorna
puntualmente,
descomedido ayer y hoy y mañana
(como si
ofensa cruel
por siempre sea el bien no merecido),
que
desata las ondas dondequiera
del éter, suelo y mar,
hasta
hacer insumiso el sumo goce.
El imperio del bien y de la pena
tiranamente gobernando a diario,
con
rígida alternancia paso a paso,
a la par en los puntos
cardinales,
y de cada cual ser en las entrañas,
como dos
hemisferios ras con ras,
ya el triunfo de sentirse
por un
corto momento
de pronto perdurable,
ya luego desplomarse en
las honduras
de los males pasados y presentes,
que en el
alba o crepúsculo,
tras el severo curso de los astros,
la
alegre ida y la triste vuelta acá,
en el remoto valle,
en
donde no se vive ni se muere.
Si un vestigio no más de fortuna
allí quedara en medio de los duelos,
ajeno
a lo que ocurre en su redor
como deshonor de los mil
rigores,
que bastara por cierto todo aquello,
al retornar la
mala estrella arriba,
pues señal imborrable,
entre los
tantos males,
de los bienes. habidos,
y aun tal vestigio
pertinaz allá
a la diestra y siniestra reinando
del
invisible cielo,
aunque en el seso
de la muerte sean los
indicios
de los probados goces
de la cama y la mesa,
que
ganar pueden la memoria eterna.
Y cada otoño y cada estío entonces
caducos por completo sean ambos,
y
acarreando el último suspiro
del día y de la noche por
igual,
para que se disipen de una vez
los feudos de las
luces y las sombras,
y así gloriosamente
la gran festiva
vida
ya nunca más efímera,
y retorne la yedra a
entrelazarse
con el abandonado y mustio olmo,
dentro y
fuera del orbe,
en un postrer estado sin mudanzas,
bajo el
negro sol de la noche clara,
y no más dicha y pena,
ni bien
ni mal, mas otra cosa al fin.
En las vedadas aguas cristalinas
del exclusivo coto de la mente,
un buen
día nadar como un delfín,
guardando tras un alto
promontorio
la ropa protectora pieza a pieza,
en tanto entre
las ondas transparentes,
sumergido por vez primera a
fondo
sin pensar nunca que al retorno en fin
al borde de la
firme superficie,
el invisible dueño del paraje
la ropa alce
furiosos para siempre
y cuán desguarnecido quede allí,
aquel
que los arneses despojóse,
para con predemitación
nadar,
entre sedosas aguas, pero ajenas,
sin pez siquiera
ser, ni pastor menos.
Abridme vuestras piernas
y pecho y boca y brazos para siempre,
que aburrido ya estoy
de las ninfas del alba y del crepúsculo,
y
reposar las sienes quiero al fin
sobre la Cruz del Sur
de
vuestro pubis aún desconocido,
para fortalecerme
con el
secreto ardor de los milenios.
Yo os vengo contemplando
de cuando abrí los ojos sin pensarlo,
y no
obstante el tiempo ido
en verdad ni siquiera un palmo así
de
vuestro cuerpo y alma yo poseo,
que más que los
noctámbulos
con creces sí merezco, y lo proclamo,
pues de
vos de la mano
asido en firme nudo llegué al orbe.
Entre largos bostezos,
de mi origen me olvido y pesadamente
cual un
edificio caigo,
de ciento veinte pisos cada día,
antes de
que ceñir pueda los senos
de las oscuridades,
dejando en vil
descrédito mi fama
de nocturnal varón,
que fiero caco
envidia cuando vela.
Mas antes de morir,
anheloso con vos la boda espero,
¡oh misteriosa
ninfa!,
en medio del silencio del planeta,
al pie de la
primera encina verde,
en cuyo leño escriba
vuestro nombre y
el mío juntamente,
y hasta la aurora fúlgida,
como Rubén
Darío asaz folgando.
Yo cuánto olvidadizo soy ahora
con el rocín, la acémila, el pollino,
a
cuyo lado pata a pata vivo;
pues pese a nuestros lazos quiere ser
un miembro de la ajena grey
contigua,
la que sólo se jacta, ríe y manda.
Disculpadme, cuadrúpedos, os pido,
por pretender abandonaros
pronto,
librándome del látigo que arrea;
que a fe por mi remota sangre humana,
la erial ingratitud mal grado
porto,
y terminaré dándoos las espaldas.