Gran cariño tuvo el virrey Amat por su Mayordomo, don Jaime, que, como
su Excelencia, era catalán que bailaba el trompo en la uña y un
portento de habilidad en lo de allegar monedas.
La gente de escaleras abajo hablaba pestes sobre los latrocinios, pero los que
estaban sentados sobre la cola, que eran la mayoría palaciegos, decían
que tal murmuración no era lícita y que encarnaba algo de rebeldía
contra su Majestad y los representantes de la corona.
Esta doctrina abunda hoy mismo en partidarios, por lo de quien ofende al can
ofende al rabadán.
Así, los clericales, por ejemplo, dicen, que siendo de católicos
la gran mayoría del Perú, nadie debía atacar la confesión,
ni el celibato sacerdotal, como si en un país donde la mayoría
fuera de borrachos no se debería combatir el alcoholismo.
Amat abrigaba el propósito de no regresar a España cuando fuera
relevado en el gobierno, y tan decidido estaba a dejar sus huesos en Lima, que
hizo construir, en la vecindad del monasterio del Prado, una magnífica
casa, con el nombre de Quinta del Rincón.
Podría, hoy mismo, ese edificio competir con muchos de los más
aristocráticos de España; pero, como es sabido, fueron tantos
y tales los quebraderos de cabeza que llovieron sobre el ex virrey, en el juició
de residencia, que aburrido al cabo, se embarcó para la Metrópoli,
haciendo regaIo de la señorial residencia, al paisano, amigo y mayordomo.
Decía la voz pública, que es hembra vocinglera y calumniadora,
que don Jaime había sido en Palacio correveidile o intermediario de su
Excelencia para todo negocio nada limpio, y como siempre Ias puIgas pican, de
preferencia, al perro flaco, resultó que muchos de los perjudicados,
más que al virrey, odiaban al mayordomo.
Una noche, sonadas ya las ocho, se aproximaba don Jaime a la Quinta del Rincón,
cuando le cayeron encima dos embozados que, puñal en mano, lo amenazaron
con matarlo si daba gritos pidiendo socorro. Resignóse el catalán
a seguirlos, que el argumerlto del puñal no admitía vuelta de
hoja, y lo condujeron al Cercado, lugarejo que, por esos tiempos, era de espantosa
lobreguez.
Allí le vendaron los ojos y, calle adelante, lo metieron en una casuca
donde, a calzón quitado, le aplicaron veinticinco azotes, con látigo
de dos ramales, y así, con el rabo bien caliente, lo acompañaron
hasta dejarlo en la plazuela del Prado.
Al día siguiente, era popular en Lima este pasquín:
Don Jaime, te han azotado
Y por si esto te desvela
A Amat dile que te huela
El clavel disciplinado.
Por supuesto que una copia de este pasquín llegó a manos del virrey, quien, atragantándosele el tercer verso, dijo:
Que le huela... que le huela...
Que se lo huela su abuela.