Ilustre doctor Guerra,
No tengo la dicha de contemplar su afilado rostro hace ya algunos años. Me ha privado usted de semejante goce por razones de índole moral, debo suponer. Añorando su gallarda compañía, me he permitido enviar a la mansión que usted ocupa unas notas breves y afectuosas, sugiriéndole tímidamente un encuentro que me dé oportunidad de pedirle disculpas y acaso reverdecer la amistad que nos unió. Sin embargo, doctor, usted me ha respondido con la más cruel de las indiferencias, con un silencio que me duele aquí abajo, en la boca del estómago. Esto me hace pensar que me guarda justificado rencor; que no me ha perdonado aquel libro que perpetré y mancilló injustamente su viril reputación; que no me será dado el privilegio de volver a estrechar su mano; que, en fin, me ha arrojado a las mazmorras de su desprecio. ¿Merezco yo tan brutal castigo? Me llevo la mano al pecho, hago examen de contrición y le digo: sí, doctor, todo castigo que me imponga será insuficiente para expiar mis culpas y reparar el daño moral que le infligí. ¿Estoy arrepentido? Sí, doctor, sí: ¿no ve que estoy llorando? ¿He perdido la esperanza de reunirme con usted algún día? Por lo que más quiero: ¡no! Batallaré infatigablemente, haré de mi orgullo una alfombra, me hincaré de rodillas si fuese necesario, pero no descansaré hasta que usted pueda oir mis sentidas disculpas. Sé que su altísimo sentido del honor le hará imposible perdonarme, doctor, pero al menos tenga piedad y escúcheme cinco minutos, oiga usted. Largos años han pasado desde la última ocasión en que me premió con su compañía. No dudo que, agobiado por sus múltiples ocupaciones, como por ejemplo hacerse lustrar los zapatos en la calle o dejar que el vapor abra bien sus poros en los baños turcos, habrá olvidado aquella tarde en que el destino nos separó, al parecer para siempre. Permítame, doctor, refrescarle la memoria, ya que no puedo refrescarle el rostro, el cual, en honor a la verdad, solía lucir muy fresco cuando éramos amigos. Yo me hallaba en Lima, interrumpiendo brevemente, por razones familiares, mi voluntaria reclusión en un departamento en Washington, donde me había impuesto la tarea de escribir como un demente sobre todas aquellas cosas que excitaban mi imaginación: por ejemplo, usted, apuesto doctor. Tuve a bien alojarme en un hostal de dudosa reputación ubicado en el corazón de Miraflores, hostal de tres estrellas que servía principalmente como nido de amor de parejas furtivas, razón por la cual podía oirse con facilidad una constante agitación de catres y colchones, sobre todo al final de la tarde, cuando tan propicia se hacía la siesta. No me sobraba el dinero: casi todos mis ahorros habían sido invertidos en el libro que pronto publicaría contra viento y marea. Debido a esa estrechez económica, que deberíamos atribuir menos a la pereza que al amor al arte, me resigné a que me picasen minuciosamente las feroces pulgas de aquel hostal y supe convivir con las arañas que me miraban sigilosas desde las esquinas de los techos. Perturbé un instante la calma de su mansión llamándole por teléfono. Después de hacerme esperar como correspondía, se puso usted al aparato. Cabe mencionar aquí que habían transcurrido buenos tres años sin que nos viésemos, sin cruzar palabras tan siquiera.
Ya nuestra amistad se hallaba resquebrajada. Un trivial incidente en Madrid había desencadenado una explosión de ira de su parte, cubriéndome de invectivas y reproches, y obligándome a empacar y retirarme de su vida. Esa pelea madrileña nos distanció largo tiempo. Lo llamé un par de veces cuando pasé por Lima, pero sus criadas al parecer no pudieron hallarlo entre las muchas recámaras de su fabulosa mansión. Me quedé esperando en el aparato hasta hoy mismo, doctor. Deduje que nuestra pelea en Madrid no había sido olvidada y su ánimo con respecto a mí se mantenía avinagrado. Me apenó, claro está. Unos meses después, nos encontramos accidentalmente en la embajada de los Estados Unidos, que es, en mi modesta opinión, el principal atractivo turístico de nuestro país. Dejo constancia, porque todo hay que decirlo, de que se encontraba usted vestido con una pulcritud y una elegancia encomiables; que su pelo había sido recortado tal vez en exceso; que me alegró sobremanera comprobar que los años no habían dejado huella en su apuesto rostro; también dejo constancia de que me saludó usted con una frialdad que debería estar tipificada como delito menor en nuestro código penal, señor. Apenas me dio la mano y se retiró usted, como si mi presencia le inspirase una violenta repugnancia moral. Sepa ahora que poco o nada me importó, ilustre doctor: el hecho de que se estuviese hablando inglés a mi alrededor y saberme protegido por el gobierno de Washington, amortiguó bastante el golpe que, a sabiendas, me propinó en aquel encuentro casual. Queda claro, por si no lo recuerda bien, que cuando llamé por teléfono a su mansión años después, alterando la calma conventual de su residencia miraflorina, ya era la nuestra una amistad que se hallaba en entredicho, y, por eso mismo, me encontraba preparado para que se me hiciera un desplante más, como por ejemplo, dejarme esperando en el aparato hasta que cayera la tarde. Pero no: se puso usted al teléfono y me saludó con una cordialidad que yo creía perdida. Se me alborotaron los sentimientos, los recuerdos y hasta las hormonas, oiga, y no porque yo deseara entonces ni nunca procurarme placeres con su distinguida anatomía, sino únicamente porque era usted un amigo que me hacía sentir muy hombre, que rescataba sin saberlo la esencia misma de mi virilidad. Tras un corto intercambio de saludos protocolares, y sin hacer alusión a la vergonzosa riña que protagonizamos en Madrid, se avino usted, sin meditar demasiado, a que nos reuniésemos a almorzar al día siguiente en un lugar a precisar, tomó nota de la dirección del hostal pendenciero donde me hallaba alojado y me comunicó que pasaría a buscarme a la una en punto, poniendo el debido énfasis al decirme en punto, pues era usted, y juraría que sigue siéndolo, un maniático de la puntualidad, como corresponde a un diplomático de carrera y, por añadidura, a un maniático de carrera, si me permite. Jolines, doctor Guerra, qué rojo era su carro: ese auto japonés era color rojo fuego, rojo pasión, rojo primavera torera. Nada más saludarlo en la puerta del hostal y estrechar su invicta mano, paseé mi mirada tratando de adivinar cuál de los carros estacionados en esa calle sería el suyo, tribulación de la que usted me sacó de pronto, señalándome, con excesivo orgullo diría yo, ese carrito apretujado y pundonoroso, cuyas rojizas reverberaciones me obligaron a ponerme enseguida mis anteojos para sol. No quisiera lastimar su orgullo, doctor, pero debo decirle que el rojo es un color perfectamente inconveniente, en particular tratándose de vehículos motorizados, y que el color estridente de su carro japonés era una agresión malsana al concierto civilizado de naciones.
Ya instalado en el asiento del copiloto, y a la vista de que usted se disponía a encender el motor, osé preguntarle si había aprendido a manejar bien. Mi inquietud no era del todo descabellada: hasta la edad madura de treinta años, usted sólo supo movilizarse a pie y en bicicleta, para no mencionar el transporte público, que usaba rara vez y a regañadientes, pero no supo manejar un auto, lo que era visto por sus amigos como una excentricidad más de millonario y por mí, como un verdadero peligro, pues aún no olvido una mañana caribeña en la que usted, contrariando el sentido común, se empeñó en manejar el auto que yo había alquilado y casi acabamos estrellados contra la fachada de un local de comida rápida, luego de que usted hiciera maniobras en verdad indefendibles, episodio que concluyó con usted ofuscado, las mejillas coloradas, gritándome injustamente y echándole la culpa de todo a un caballero de tez aceitunada que casi hunde su Cadillac de colección en nuestras narices. Por eso, señor, y porque ya era padre de familia y no quería dejar viuda y huérfana, le pregunté si ya sabía manejar, no para faltarle al respeto sino para salir ileso de esa andadura. Fue grato escucharle decir que había tomado usted lecciones en el Touring Club del Perú y aprobado con sobresaliente; fue menos grato oir de pronto la voz de la señora Pantoja chillando su desconsuelo en los parlantes de ese automóvil rendidor, lo que provocó en mí una reacción de escalofrío y pavor. Doctor Guerra: alguien que aspira a ocupar algún día el puesto de canciller de la república, no ha de circular por las calles de nuestra ciudad en un automóvil rojo como el pecado y oyendo de modo estentóreo un casete plañidero de la mencionada señora. ¡No, señor! Soy amigo de mis amigos, pero lo soy más de la verdad, salvo que mis amigos me paguen generosamente por callar le verdad, desde luego. Y usted, señor, no me ha pagado nada, ni se dignó tan siquiera en pagar la cuenta del Burger King al que me llevó allá arriba, cerca del hipódromo. Yo me permití sugerirle que almorzáramos en algún lugar elegante de Miraflores, y bien dispuesto estaba a invitarle, pero usted insistió en que quería comer una hamburguesa del primer Burger King que habían inaugurado en Lima, ignorando por cierto que yo me rehúso a comer carnes rojas. No quise provocar una discusión, y por eso aprobé sin entusiasmo su peregrina idea de manejar media hora para comer una hamburguesa con sabor americano. Nadie mejor que yo, doctor, para saber de su exraña debilidad por las hamburguesas: recuerdo que cuando vivíamos en Madrid, usted caminaba casi un kilómetro para ingresar finalmente, con una sonrisa beatífica, a un local de McDonalds que equivalía para usted a la felicidad en estado puro. ¡Cuántas indigestiones, cuántos cólicos, cuántas noches desveladas pasé en Madrid por culpa de las hamburguesas que comí yo también, sólo por ser su amigo, doctor Guerra! No hay derecho a malograrme así el estómago, señor. Pero, en fin, esa tarde limeña yo me sentía tan feliz de volver a verle que decidí pasar por alto su capricho de llevarme hasta el Burger King al pie de los cerros, al otro extremo de la ciudad, así como nada dije tampoco de los gritos de la señora Pantoja, que, aunados al coro de bocinazos e improperios del tráfico limeño, me producían, debo serle franco, un cierto desasosiego. Manejaba usted con una lentitud que sus instructores seguramente celebrarían, pero que en nuestra ciudad acaba por ser peligrosa, pues uno puede sufrir la colisión de un ciclista, un peatón o incluso un perro con rabia.
Hunda el pie, chanque el acelerador, ilustre doctor, pensaba yo, mientras usted conducía parsimoniosamente por la avenida Primavera, a la altura de Surquillo, una de las esquinas más feas que la humanidad ha sabido crear, avenida que, dicho sea de paso, nunca sabré por qué se llama Primavera, pues es de una fealdad extrema, sin atenuantes. Grande fue mi alegría, doctor, cuando, años después, ya habiendo pasado usted a la honrosa condición de ex amigo mío que aún ocupa pujantemente, pude verlo, de modo casual, manejando un auto azul oscuro justo frente al Palacio de las Salchipapas, en el corazón mismo de Miraflores. No le hice adiós porque no me vio usted, pero sí sentí un considerable alivio al saber que había dado de baja a ese carrito color rojo-cortocircuito que era del todo incompatible con su gallarda personalidad, señor. Cuarenta minutos sin exagerar nos tomó llegar desde Miraflores hasta los cerros de Camacho, y peor aún con el acompañamiento musical de la susodicha señora, ¡y todo para comer una hamburguesa! Yo, desde luego, pedí tan solo un sánguche de pollo y un agua mineral, y luego, al ver que usted silbaba despreocupado, pagué la cuenta con una mansa sonrisa, mientras la señorita de amarillo tal vez se preguntaba si ese flaco cuatro ojos con el pelo mal cortado era el mismo jovencito que años atrás alborotaba las noches desde su programa de televisión: sí, señorita, soy yo, y ahora deme mi vuelto por favor, que se me han venido encima las vacas flacas y no estoy para regalarle un sencillo a nadie. Sentados uno frente al otro en esas mesitas de aspecto escolar, procedimos a conversar. Me confió que se hallaba muy a gusto trabajando para la embajada de los Estados Unidos, que abrigaba la ilusión de ser trasladado pronto a Washington y escapar así de la grisura limeña, que llevaba una vida casi recoleta, evitando la vida social y los lugares públicos, y que se encontraba enamorado de una joven costaricense a la que había conocido en un lugar perfectamente inverosímil: Taiwan.
¿Cómo así habían cruzado miradas por primera vez ella y usted en esa isla que se desprendió de la China comunista? Pues ambos habían sido seleccionados por el gobierno de Washington como líderes prometedores de la América morena, y por eso fueron enviados a Taiwan a escuchar unas conferencias sobre el futuro de la humanidad, los bosques deforestados y los gatos techeros en celo, no necesariamente en ese orden de importancia. Me contó usted que dicha dama centroamericana era muy guapa, muy culta y de familia muy acomodada, y que no había planes matrimoniales por el momento. Pronto viajaría usted a San José y pasaría unos días en casa de su novia, en el amigable barrio de Escazú. Provecho, doctor: disfrute de su hamburguesa jugosita, de su novia tica y su trabajo con los gringos, me dije, feliz de ser su amigo nuevamente. Yo me limité a contarle que me había casado en Washington con una mujer adorable, que había tenido la dicha de ser padre de una niña bellísima que nació en esa misma ciudad y que tenía mucho orgullo de ser residente legal en los Estados Unidos, momento en el que aproveché para mostrarle mi tarjetita, la famosa green card que ya no es verde sino rosada, o en todo caso a mi me tocó rosada, y entonces pude notar, perdóneme que se lo diga así con tanta franqueza, doctor, que usted, al ver mi tarjeta de residente en los Estados Unidos, país que ambos admirábamos por no decir amábamos, empalidecía un poquito, no sé si por la sana envidia o porque la hamburguesa le sentó mal, y recordé vivamente una conversación que tuvimos en la playa de Key Biscayne, cuando usted me contó que invertiría gustoso medio millón de dólares en los Estados Unidos a cambio de recibir la soñada residencia.
Al ver que su palidez no cedía y se hacía más pronunciada, le comenté que sólo me faltaban tres años para pedir la ciudadanía norteamericana, lo que, por supuesto, haría el primer día que pudiese, aunque tuviera que pasar la noche en vela haciendo cola a la intemperie, señor: me felicitó usted con la hidalguía que siempre fue tan suya, y yo sentí, con esa idiotez que siempre fue tan mía, que ya había llegado a ese lugar ideal al que usted aspiraba desde su despacho en la embajada norteamericana: vivir en Washington con los papeles en regla y la ciudadanía a un paso. Claro que usted tenía el pasaporte español, doctor, pero ¿exagero si digo que lo hubiese canjeado gustoso, sin hacerse de rogar, más bien solícito, por uno expedido por las autoridades migratorias de la primera potencia del mundo? Cuando se repuso de esa pasajera indisposición, le comenté que estaba escribiendo un libro, pero no entré en detalles y tampoco me los preguntó usted. Ese libro sería la causa de nuestra ruptura final. ¿Lo leyó usted? ¿Se rió al menos un par de veces? ¿Pudo comprender que el personaje inspirado en usted era demasiado pintoresco como para renunciar a él? ¿Me odia todavía o ya me perdonó? Mire, doctor, le voy a decir una cosita: usted es un personaje literario y alguien tenía que rendirle tributo a su genio, sus extravagancias, su perfil helénico y su maravilloso desdén por todos quienes le acompañamos en el globo terrestre. Quise decirle cuánto lo admiro. Escribir de los amigos que perdí es también una manera de decirles que los sigo queriendo. Por eso ahora le dirijo esta humilde misiva con la esperanza de que no guarde malos sentimientos contra mí: sólo quise rendir un modesto homenaje literario al personaje que usted interpreta magistralmente y que tiempo atrás tuvo a bien regalarme su amistad
Pero no quiero desviarme, doctor: ya bastante lo desvié aquella tarde después de almorzar, cuando le pedí que me dejase en casa de la familia de mi esposa, en lugar de llevarme de vuelta al hostal pulgoso de Miraflores. Un rictus de amargura cruzó su rostro por demás apuesto: ¿es que no bajaba bien la hamburguesa o le molestaba darme un aventón ahí nomás cerquita, con el consiguiente gasto de gasolina, aceite y neumáticos? De pronto, su rostro ensombreció y, por suerte, la señora Pantoja calló. Al llegar a casa de la familia de mi esposa, usted dijo que prefería retirarse, pero yo insistí, como correspondía, en que bajase sólo un momento a saludar a mi esposa y mi hija, de las que me sentía tan orgulloso y a las que usted no conocía ni, al parecer, deseaba conocer. Jolines, doctor Guerra: ¿y con esos modales de esquimal quiere usted ser canciller? Enseguida salió bella y radiante mi esposa, que lo saludó con gran simpatía, y a quien usted apenas concedió un saludo seco, esforzado y distante, lo que, le confieso, me sorprendió, pues carecía usted de razones para dispensarle ese trato tan frío. Tratando de ablandarlo, le presenté a mi hija, una bebita deliciosa, pero usted mostró escaso interés y la saludó con visible incomodidad, con un gesto de fastidio que me lastimaba y no alcanzaba a comprender. Fue evidente que el doctor Guerra ya quería irse a su casa y nosotros lo estábamos estorbando. Daba la impresión de que había ingerido usted el palo entero de una escoba: lucía demasiado tenso y erguido, como si nos estuviese haciendo el favor de estar allí. Relájase, doctor. Aprenda a saludar bonito a los bebitos, que no tienen la culpa de nada. Va a digerir mejor su hamburguesa si nos regala un poco de su cariño. No maltrate así a mi esposa y a mi hijita, señor. Sonría. Déles un besito con simpatía, jolines. Pero usted quería marcharse cuanto antes.
Por eso lo acompañé a la puerta, le di la mano y casi me tapé los ojos para no quedar ciego por las reverberaciones rojizas iridiscentes que emanaban del capó de su carro. Entonces me dijo usted que no sabía cómo llegar a la avenida principal. Le di un par de indicaciones se diría que sencillas, pero usted dijo que se perdería con seguridad. Mi esposa, siempre tan noble, se ofreció a sacar su lindo carro y guiarlo hasta la avenida. Usted no opuso resistencia, claro está. Así que nos subimos ella y yo a su carro muy elegante, color guinda, asientos de cuero negros, y manejamos delante de usted hasta llegar a la avenida. Entonces nos pasó usted en su carrito y nos hizo adiós y yo supe que ese adiós, doctorcito, era para mucho tiempo. Mire usted: ha durado hasta hoy. Ahora bien, permítame sólo una crítica constructiva: esos anteojos ahumados que se puso para manejar de regreso a su casa no le sentaban nada bien. Mándelos por correo al club de fans de la señora Pantoja, que a ella le quedarían divinos. Me embarga de pronto una bienhechora sensación de orgullo al recordar que fuimos al mismo colegio. Siendo usted cinco años mayor que yo -y no me diga que son apenas cuatro o tres los años que me lleva, doctor, que le conozco bien las fechas y entre gitanos no nos vamos a leer la suerte-, cuando yo recién pasaba a la secundaria, ya usted salía del colegio dispuesto a convertirse, por la gracia de su talento, en abogado, diplomático, periodista y futuro canciller de la república. Mi recuerdo suyo de aquellos años colegiales es más bien pálido, como pálido era su semblante a pesar de los veranos que pasaba usted en la playa. Puedo verlo siempre serio, erguido, circunspecto se diría, en los recreos del mediodía, alejado del barullo deportivo, pues no se rebajaba usted a sudar en los partidos de fulbito, y lejos también de los glotones y viciosos que merodeaban alrededor de aquel quiosco que inapropiadamente llamábamos cantina.
Ya revelaba usted una pronunciada tendencia al mutismo y la soledad: en efecto, me llamaba la atención que se paseara por el césped bien recortado del colegio sin otra compañía que la de su sombra afilada y esa capa negra que cubría sus espaldas hasta casi rozar el suelo y que a mí, doctor, apenas un niño de once años, la verdad que me intimidaba un poco. Vestía usted esa capa negra no por una extravagancia de su carácter, lo que a estas alturas tampoco me sorprendería, sino porque dicho ornamento era un símbolo de la autoridad que el director del colegio le había conferido, nombrándolo uno de los jefes de su promoción, en premio a su ejemplar conducta académica, moral y deportiva. Su cargo oficial era el de prefecto de la promoción, posición que sólo estaba subordinada a la del capitán general, la máxima autoridad entre los alumnos. Señor Guerra: no sé quién fue el capitán de su promoción, pero sin duda debió serlo usted, y si el director del colegio le negó mezquinamente ese cargo que por justicia le correspondía, fue, a no dudarlo, porque habrá tomado esa decisión bajo el poderoso influjo de las bebidas espirituosas que dicho señor libaba con virulencia irlandesa (y que me perdonen en este punto mis antepasados). También recuerdo de esos tiempos escolares que, además de sorprenderme por la minuciosa seriedad de su rostro en los recreos, llamaron mi atención sus ojeras, el tamaño y la hondura de sus ojeras, señor. ¿Se desvelaba usted? ¿Quemaba sus gallardas pestañas leyendo esforzadamente los textos escolares? ¿Avanzaba ya en la lectura de algún tratado diplomático? Todavía ignoro la causa de esas ojeras inquietantes, pero entonces las atribuí a la práctica de ciertos vicios solitarios muy comunes entre los muchachos de la secundaria, vicios que, según advertían algunos, podían provocar ceguera parcial, ojeras, leve temblor del pulso, débil condición física y hasta arrugas en la mano del pecado.